lunes, 9 de enero de 2012

La pintora

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Ana se encontraba un día más ante su lienzo, el sol penetraba suavemente por el ventanal acariciando con sus rayos los bordes de aquella nueva obra. Un mero esbozo con lápices que poco a poco iba cobrando vida. Lo contempló y suspiró y tras apartarse un poco de su cabello castaño de la cara volvió a retomar su trabajo con su otra mano. Aquel ventanal desaparece y ella y el cuadro se vuelven uno, envolviéndose en cada trazo lentamente y transformando lo que era una mancha blanca en una ventana a otro mundo. Un mundo que no es real pero que la joven se empeña en que así parezca, retocando cada detalle y perfeccionándolo al máximo. Una pradera y un gran caballo galopando en ella, sus crines al viento parecen moverse, pero no es más que esa sensación de realidad que Ana imprime a sus obras. El sol comienza a ponerse y la luz deja de entrar por el ventanal. En ese momento es cuando decide apagar la luz y terminar su obra en otra ocasión, quizás otro día que no tenga tanto trabajo piensa, pero es entonces cuando al cerrar la puerta aquella pintura cobra vida, cuando nadie la observa, y deja de estar eclipsada por la belleza de su creadora.